¿Qué tanto me cambiaste la vida?

Él era como el otoño.
Era marrón, naranja, amarillento y no tenía muy seguro si ser frío o cálido...
Pero se sentía bien, con sus ramas y raíces por doquier,
se sentía feliz de ser quién era.

Ella era como la primavera,
siempre radiante, siempre nueva, siempre inquieta.
Era verde, rosa, rojo, amarillo, naranja, azul, violeta, celeste,
era un arco iris.
Le gusta salpicar, brincotear,
tenía de todo, menos tranquilidad,
y a pesar de todo, no se gustaba tanto como ella desearía.

Un día por accidente se encontraron,
Ella estaba desganada, pero seguía a colores,
y él llevaba un saco bastante café, tan café que podías saborear el café al verlo.
Ambos se miraron, 
y se sintió tal calor que se sorprendieron que fuera invierno.
No dijeron nada, ella sólo le mostró sus mejillas rojas,
rojas como manzanas,
y él movió sus brillantes ojos verdes a otra dirección.

¿Qué tanto les cambió la vida,
que al irse a dormir,
ella se fue tranquila a la cama,
y él se fue pegando de brincos?

Al día siguiente se buscaron en cada rostro que encontraron,
pero nadie conseguía tener esos ojos verdes,
ni esas mejillas rojas,
ni ese vestido amarillo,
ni ese saco café,
ni nada que se les pareciese.

Se buscaron y buscaron,
pero nada encontraron.

Y así pasaron los días,
donde el parque era testigo que la nieve hiela hasta las hojas,
que las personas caminan y ya casi nunca se miran,
y que dos seres positivamente opuestos se buscaban.
Ella por la mañana,
él por la tarde,
nadie al medio día,
ninguno en la noche.

Hasta que una tarde que a ella se le apagaron los colores,
y a él se le medio alegro la vida,
ambos se volvieron a topar mientras caminaban en dirección opuesta.
Esta vez ella vestía de café,
y el tenía una camisa amarilla un tanto ridícula,
pero sus mejillas, 
esos dos pares de mejillas eran manzanas en primavera,
manzanas rojizas de primavera.

¿Qué tanto les cambió la vida qué al momento de volver a verse,
no vieron a nadie más?

Y entre risas,
mejillas y manzanas,
ella le brindó toda la primavera posible en invierno,
le enseño a vestirse a colores,
a reírse a colores,
a vivir a colores.
En cambio él le enseño la calma,
las bondades de la paz.
Él le regalo la pasividad del otoño.

En verano tomaron el sol juntos,
y al verse todos los días,
despertándose y yéndose a dormir,
ambos se preguntaban,
mientras la luna les daba de lleno en la cara,
y el sol los despertaba: 
¿Qué tanto me cambiaste la vida?





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