Paisaje
Él me recuerda a una carretera vacía, con postes cada que alguien se acuerda de alumbrar.
Una carretera sin ruido, sin personas.
Unos cuantos autos cada cuanto, pero vacía al fin y al cabo.
Esa carretera te lleva a una ciudad, una ciudad gigante, donde casi todo el tiempo está nublado.
Tan nublado, que los anuncios de neón te atraen como mosquito.
Donde las calles están llenas de personas que no saben a donde van, pero van.
Una ciudad donde todos tienen un nombre, algo que hacer.
Dentro de esa ciudad, hay un apartamento sólo para mí, con una ventana gigante, donde puedes ver todo el panorama.
Los anuncios, las avenidas; las personas y su rutina.
Las luces que brillan en los otros edificios, las nubes que se iluminan por los relámpagos, y el callejón debajo de ti.
Él me recuerda a ese paisaje, un paisaje donde no estoy, pero quiero estar.
A lo lejos se escuchan las sirenas de los autos, el aullido de una población.
A lo lejos la lluvia camina despacio, paso a paso, constante.
Un lugar donde soy yo, frente a la ventana, observando detalles.
Él me recuerda a ese paisaje.
Con las luces que parpadean; que de pronto se extinguen para volver a nacer.
Con los autos corriendo, barriendo la velocidad y difuminando las avenidas.
Una ciudad gigante, que siempre parece triste, pero no lo es.
El cristal de la ventana se empaña de vez en cuando con mi respiración entrecortada por tanta fragilidad.
Las gotas se deslizan, una tras de otra, sin prisa, como si fuese pura inercia; como si fuesen conscientes de que tienen que realizar esa tarea.
Si toco el cristal, es frío.
Si toco mis manos, están tibias.
Y en la oscuridad del cuarto, lo único que se ilumina, es el despertador, con la hora que me recuerda ir a dormir.
Él es ese paisaje.
Una ciudad que no conozco, con personas que no conozco, cuya única salida y entrada es una carretera vieja donde casi nadie transita. Y me gusta.
Es como si solo las personas adecuadas conociéramos esa ruta.
Los carros se barren entre pestañeos.
Las avenidas se iluminan con el paso del día.
Si eres paciente, puedes ver como el cielo cambia a pinceladas los días que no está nublado.
A veces es rosa pálido.
A veces es un azul combinado con mullidas nubes.
A veces es casi naranja, casi amarillo yermo.
A veces, tan sólo a veces.
Él me recuerda a ese paisaje.
Y cuando lo visito, siempre tiene algo nuevo para mí, aunque todo se vea igual.
De alguna u otra forma hay cambios que no son vistos a la primera,
pero sí a la segunda.
Hay edificios grandes que juegan con las nubes.
También hay departamentos tan espaciosos, que se ve lo que hay por dentro.
Es una ciudad muy bonita, aunque se vea triste por momentos.
Es un paisaje muy bonito.
Tan bonito que siempre me invita a regresar,
porque él me recuerda a ese paisaje.
Una carretera sin ruido, sin personas.
Unos cuantos autos cada cuanto, pero vacía al fin y al cabo.
Esa carretera te lleva a una ciudad, una ciudad gigante, donde casi todo el tiempo está nublado.
Tan nublado, que los anuncios de neón te atraen como mosquito.
Donde las calles están llenas de personas que no saben a donde van, pero van.
Una ciudad donde todos tienen un nombre, algo que hacer.
Dentro de esa ciudad, hay un apartamento sólo para mí, con una ventana gigante, donde puedes ver todo el panorama.
Los anuncios, las avenidas; las personas y su rutina.
Las luces que brillan en los otros edificios, las nubes que se iluminan por los relámpagos, y el callejón debajo de ti.
Él me recuerda a ese paisaje, un paisaje donde no estoy, pero quiero estar.
A lo lejos se escuchan las sirenas de los autos, el aullido de una población.
A lo lejos la lluvia camina despacio, paso a paso, constante.
Un lugar donde soy yo, frente a la ventana, observando detalles.
Él me recuerda a ese paisaje.
Con las luces que parpadean; que de pronto se extinguen para volver a nacer.
Con los autos corriendo, barriendo la velocidad y difuminando las avenidas.
Una ciudad gigante, que siempre parece triste, pero no lo es.
El cristal de la ventana se empaña de vez en cuando con mi respiración entrecortada por tanta fragilidad.
Las gotas se deslizan, una tras de otra, sin prisa, como si fuese pura inercia; como si fuesen conscientes de que tienen que realizar esa tarea.
Si toco el cristal, es frío.
Si toco mis manos, están tibias.
Y en la oscuridad del cuarto, lo único que se ilumina, es el despertador, con la hora que me recuerda ir a dormir.
Él es ese paisaje.
Una ciudad que no conozco, con personas que no conozco, cuya única salida y entrada es una carretera vieja donde casi nadie transita. Y me gusta.
Es como si solo las personas adecuadas conociéramos esa ruta.
Los carros se barren entre pestañeos.
Las avenidas se iluminan con el paso del día.
Si eres paciente, puedes ver como el cielo cambia a pinceladas los días que no está nublado.
A veces es rosa pálido.
A veces es un azul combinado con mullidas nubes.
A veces es casi naranja, casi amarillo yermo.
A veces, tan sólo a veces.
Él me recuerda a ese paisaje.
Y cuando lo visito, siempre tiene algo nuevo para mí, aunque todo se vea igual.
De alguna u otra forma hay cambios que no son vistos a la primera,
pero sí a la segunda.
Hay edificios grandes que juegan con las nubes.
También hay departamentos tan espaciosos, que se ve lo que hay por dentro.
Es una ciudad muy bonita, aunque se vea triste por momentos.
Es un paisaje muy bonito.
Tan bonito que siempre me invita a regresar,
porque él me recuerda a ese paisaje.
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